Salmo 29 (28), 1 - 11
[1] ¡Tributen a Yahvé, hijos de Dios, tributen a Yahvé gloria y poder! [2] Devuelvan al Señor la gloria de su Nombre, adoren al Señor en solemne liturgia. [3] ¡Voz del Señor sobre las aguas! retumba el trueno del Dios de majestad: es el Señor, por encima del diluvio. [4] Voz del Señor, llena de fuerza, voz del Señor, voz esplendorosa. [5] Voz del Señor: ¡ha partido los cedros! El Señor derriba los cedros del Líbano. [6] Hace saltar como un novillo al Líbano, y al monte Sarón como búfalo joven. [7] Voz del Señor: ¡se ha tallado relámpagos! [8] Voz del Señor que sacude el desierto; estremece el Señor el desierto de Cadés. [9] Voz del Señor: ¡ha doblegado encinas y ha arrancado la corteza de los bosques! En su templo resuena una sola voz: ¡Gloria! [10] El Señor dominaba el diluvio, el Señor se ha sentado como rey y por siempre. [11] El Señor dará fuerza a su pueblo, dará a su pueblo bendiciones de paz.
[1] Basta que estalle una tormenta para que olvidemos nuestros grandes órganos, y también nuestras liturgias. El salmo comienza con un llamado a los hijos de Dios, es decir, a los seres celestiales que forman la corte de Dios. El pueblo del Antiguo Testamento no había renunciado a la Asamblea de Dioses de sus vecinos paganos, pero como por encima de todos reinaba Yahvé el único, éstos ya no eran más que ángeles, poderes cósmicos.
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