Salmo 65 (64), 1 - 14

[2] En Sión, oh Dios, conviene alabarte y en Jerusalén cumplir nuestras promesas, [3] pues tú has oído la súplica. Todo mortal viene a ti con sus culpas a cuesta; nuestros pecados nos abruman pero tú los perdonas. [5] Feliz tu invitado, tu elegido para hospedarse en tus atrios. Sácianos con los bienes de tu casa, con las cosas sagradas de tu Templo. [6] Tú nos responderás, como es debido, con maravillas, Dios Salvador nuestro, esperanza de las tierras lejanas y de las islas de ultramar, [7] tú que fijas los montes con tu fuerza y que te revistes de poder. [8] Tú calmas el bramido de los mares y el fragor de sus olas; tú calmas el tumulto de los pueblos. [9] Tus prodigios espantan a los pueblos lejanos, pero alegran las puertas por donde el sol nace y se pone. [10] Tú visitas la tierra y le das agua, tú haces que dé sus riquezas. Los arroyos de Dios rebosan de agua para preparar el trigo de los hombres. Preparas la tierra, [11] regando sus surcos, rompiendo sus terrones, las lluvias la ablandan, y bendices sus siembras. [12] Coronas el año de tus bondades, por tus senderos corre la abundancia; [13] las praderas del desierto reverdecen, las colinas se revisten de alegría; [14] sus praderas se visten de rebaños y los valles se cubren de trigales, ¡ellos aclaman, o mejor ellos cantan!

[1] Esta abundancia material nos hace pensar en otra que Dios dispensa a sus amigos. La Iglesia también conoce lluvias de primavera, cosechas de verano y cantos de felicidad. No hay que olvidar, sin embargo, que las estaciones y las lluvias son obra de Dios; si la mayoría de los cristianos y las comunidades de Iglesia ya no se atreven a pedirle a Dios el tiempo necesario, ya sea para sembrar o para cosechar, esto no demuestra que nuestra fe se haya espiritualizado, sino que nos contentamos con un Dios impotente.

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